¡Hola!
Muchas gracias por la visita. Pasa y acomódate, por favor, tengo algo que contarte.
Al plantear esta entrada sobre cómo ha sido el primer mes de locura compartida, un montón de números aparecieron en mi cabeza: cifras de ventas, posiciones en rankings, días de permanencia en ellos… Pero, por suerte, El principito también se cruzó en mis pensamientos. Busqué el párrafo que recuperó mi memoria y sonreí al releer la última frase del extracto que te cito:
“Las personas grandes aman las cifras. (…) Son así. Y no hay que reprocharles. Los niños deben ser muy indulgentes con las personas grandes.
Pero, claro está, nosotros, que comprendemos la vida, nos burlamos de los números. Hubiera deseado comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Hubiera deseado decir: “Había una vez un principito…”
Natalie no empieza diciendo “Había una vez”, pero casi y, ciertamente, no necesitaba a los números para explicar su historia. Y yo tampoco, para hablar de las sensaciones que he experimentado este mes. Solo necesito palabras… a ver si lo consigo.
Te pongo en situación: estás en casa una noche, en soledad, en pantuflas, con esa ropa tan usada que ya es como una parte más de ti. Algo te cosquillea en las tripas, un vacío, una necesidad, un tironcito en las entrañas que te obliga a levantarte del sofá y caminar hasta la cocina. Te fijas en la encimera y sonríes, porque te acuerdas de aquel verano, pero lo que te hace falta, lo que te ha movido hasta allí, no se encuentra en esa superficie, está escondido, en un armario. Te cuesta la vida abrirlo, dentro está oscuro, lo sabes, ya has estado allí antes, en ese espacio frío, seco, donde hay más comida basura, tóxica y vergonzante, que algo que pueda servirte de alimento. El miedo a no encontrar nada que valga la pena te sugiere al oído que des media vuelta, que regreses al confort del sofá, pero por destino, hambre o cabezonería consigues abrir el armario y ¡sorpresa! Donde antes escondías un motivo de arrepentimiento, ahora hay un montón de tarros relucientes llenos de emociones provocadas. Incontables partículas formadas por buena energía han ocupado el lugar donde habitaba lo que te acobardó un día. Coges uno de los tarros, te subes a la encimera y lo observas, flipando a lo grande, no te lo crees, ¿quién en su sano juicio lo haría? Y entonces, justo entonces, entiendes el porqué de la locura.